miércoles, 18 de diciembre de 2013

José Cabrero Arnal y el perro Pif

En Francia, el cómic (bande dessinée) es a un mismo tiempo pasión e industria. No hay otro país de Europa que le dedique mayor atención y allí se celebra anualmente el Festival Internacional de Angulema, una de las más concurridas reuniones de autores, editores y lectores de historietas del mundo.

A mediados del siglo XX, antes de que la televisión se apoderase de todos y cada uno de los hogares del viejo continente, el cómic francés vivió un periodo de especial esplendor. En ese tiempo, a figuras clásicas llegadas de Bélgica, como Tintín, Spirou o Lucky Luke, se fueron sumando héroes locales de la talla del irreductible Astérix. Con todos ellos, con los viejos y con los nuevos, convivió otro personaje menos conocido en España pero que en el país vecino rivalizó y hasta superó a los anteriores, el perro Pif.

Llegó a dar nombre a una popular revista, con una tirada semanal que oscilaba entre los 700.000 y el millón de ejemplares, esperada todos los jueves como el maná por los niños y los no tan niños. Y en muchos de ellos dejó una profunda impronta, como recuerda el escritor francés Michel Houellebecq en las páginas de Las partículas elementales (1998), donde evoca cómo durante su infancia le ayudaba a hacer volar su fantasía en la soledad de su habitación, en casa de su abuela paterna, comunista, en Charny (Borgoña).

La mayor parte de sus lectores suponían que la firma C. Arnal que aparecía en las aventuras de Pif hacía referencia a un francés, Claude Arnal. Sólo los más informados sabían que el autor del guión y los dibujos era un español. Pero, equivocadamente, lo creían nacido en Barcelona.

Lo cierto es que José Cabrero Arnal no era catalán sino aragonés. Su vida no fue un camino de rosas. Le tocó vivir episodios terribles, plagados de violencia y barbarie, y sólo su omnipresente sentido del humor y los lápices de colores, inseparables compañeros, lograron sacarlo a flote.

Había nacido en septiembre de 1909 en Castilsabás, un pequeño pueblo 12 kilómetros al nordeste de la capital oscense cuyos habitantes pueden contarse hoy con los dedos de las manos. Como tantas otras, su familia se vio obligada a ganarse el pan lejos de casa. Su padre, Emeterio, un labrador sin tierras propias, consiguió trabajo como policía en Barcelona, a donde se trasladó con su mujer e hijos.

Para un niño criado en la inveterada inmutabilidad de la vida rural, llegar a la Barcelona de la época, un hervidero de luchas obreras, pistolerismo y reivindicaciones políticas, fue como aterrizar en otro planeta. Todo le parecía fascinante: sus inmensas avenidas, el gentío que las poblaba, el ruidoso tráfico, los diferentes ambientes de sus barrios, los cines y cafés, el mar... Pronto, sin embargo, se acomodó a la nueva situación y, tras abandonar sus estudios, consiguió algunos empleos como ebanista y mecánico.

Desde crío había tenido un don para el dibujo y sería esa cualidad la que le permitiría salir de los límites de su devenir cotidiano. Su carácter abierto y bromista, condimentado con sus infinitos monigotes y caricaturas, le abrieron las puertas de los cabarets del Barrio Chino y del mundo nocturno y bohemio. A él le gustaba divertirse y vivir la vida.

Se intentó hacer boxeador, pero le partieron la nariz y renunció a la idea. Comenzó entonces a colaborar de forma profesional con las principales revistas infantiles del momento, con historias y personajes emparentados con El Gato Félix y los divulgados por la casa Disney. Dibujó para TBO, KKO, Gente Menuda, Mickey y, sobre todo, Pocholo, donde animó varias series que le reportaron un merecido reconocimiento: Hazañas de Paco Zumba, el moscón aventurero; Cascarilla, detective; la premonitoria Guerra en el país de los insectos; y las andanzas y viajes extraordinarios protagonizados por el perro Top, “padre” del futuro Pif.

Su dominio de los recursos gráficos y el dinamismo de sus composiciones en seguida le hicieron destacar en el universo del entretenimiento para niños. Cabrero Arnal fue uno de los primeros historietistas españoles en generalizar el uso del “bocadillo” en los diálogos, las líneas de movimiento, las elipsis narrativas, las onomatopeyas de ruidos y las metáforas visuales (estrellas, corazones, bombillas, rayos, calaveras, etc.).

A su vez, participó en la ilustración de publicaciones de adultos, como Lecturas y El Hogar y la Moda, así como en el semanario satírico L'Esquella de la Torratxa, antimonárquico y anticlerical, para el que firmó caricaturas y viñetas humorísticas.

El inicio de la Guerra Civil dinamitó su bien encaminada trayectoria vital y profesional. Podía haberse buscado un puesto en retaguardia dedicado a la confección de revistas, folletos o carteles de propaganda, pero decidió ir voluntario al frente, en las Milicias Populares, para defender la República. Combatió como artillero, hasta ser herido en una pierna. Y tras curar sus lesiones, fue asignado a una compañía de ametralladoras.


Después de tres años de penalidades, en marzo de 1939 su padre fue fusilado en Huesca por los partidarios de los militares sublevados. Perdida toda esperanza y con Barcelona ya ocupada por las tropas franquistas, cruzó extenuado la frontera en compañía de miles de refugiados.

Peregrinó por los campos de internamiento de Argelès, Barcarès y Saint-Cyprien, donde más de medio millón de exiliados españoles, custodiados por guardias senegaleses o magrebíes, malvivieron o murieron a la intemperie, desnutridos y sin las mínimas condiciones higiénicas, a causa del frío, las enfermedades o las epidemias.

Al comenzar la II Guerra Mundial, se enroló en la 109 Compañía de Trabajadores Extranjeros (CTE) una de las unidades militarizadas que prestaban servicios auxiliares al ejército francés, compuestas principalmente por republicanos españoles. Por medio franco al día, trabajaban a destajo, cubiertos con pesados capotes de la gran guerra del 14 y desarmados.

Cuando los alemanes rebasaron la línea Maginot, en la primavera de 1940, fue hecho prisionero junto con sus compañeros y, tras estar un tiempo confinado, el 27 de enero de 1941 ingresó en el campo de exterminio de Mauthausen, un infierno en la Tierra, donde se le asignó el número 6299.

Al revisar las pertenencias de los internos, un oficial de las SS encontró varios dibujitos pornográficos que había hecho a petición de uno de los policías alemanes que lo habían custodiado. Desencajado, exigió a gritos saber el nombre de su autor y Cabrero Arnal, aunque se temía lo peor, dio un paso al frente. Para sorpresa de todos, el oficial soltó una risotada y dijo que en adelante dibujaría para él.

Se le asignó un puesto en el almacén de ropa y allí pasó sus primeros meses en el campo, lo que aprovechó para conseguir, a escondidas, prendas de abrigo para los compañeros que las necesitaban o para intercambiar por comida. De esa época data la caricatura que hizo de otro prisionero altoaragonés, Miguel Luciano Aznar Sesé, natural de Oto.

Su “tranquilidad”, sin embargo, tuvo fecha de caducidad pues el responsable de la instalación, un alemán, fue sorprendido con joyas y otros objetos de valor de los deportados, fruto de un pillaje organizado, y todos los que trabajaban en el almacén y se libraron de ser ejecutados fueron destinados a la cantera de granito, a acarrear piedras de unos 20 kg por una interminable escalera de 186 escalones, “la escalera de la muerte”, en la que infinidad de presos, exhaustos o apaleados, dejaron la vida.

Un tiempo después, fue enviado al llamado kommando Steyr, un complejo fabril que abastecía a la maquinaria de guerra nazi, unos kilómetros al sur del campo principal. La muerte era habitual entre los obreros forzosos a causa de la desnutrición, el frío y el ritmo de trabajo, así como por los ataques aéreos aliados.

Al contrario que Hércules, Teseo u Orfeo, que salieron indemnes de su paso por el Hades, cuando Mauthausen fue liberado por los estadounidenses, en mayo de 1945, los pocos que habían logrado resistir con vida se habían convertido en espectros. Entre ellos se encontraba Cabrero Arnal. Tenía 36 años y pesaba 39 kilos.

A pesar de lo menguado de sus fuerzas, pudo llegar hasta París, donde conoció un nuevo calvario. Mendigaba y dormía en bancos de la calle o en alguna pensión miserable. Medio muerto de hambre y frío, una camarera, con la que se casaría, se apiadó de él y lo alimentó por compasión. La suerte por fin vino a visitarle cuando la Cruz Roja Republicana y antiguos compañeros de infortunio, que conocían su arte con los lápices, le pusieron en contacto con el periódico L’Humanité, órgano oficial del Partido Comunista Francés, donde coincidió con el fotógrafo Francesc Boix, otro superviviente de Mauthausen.

En L`Humanité publicó con asiduidad tiras cómicas y en 1948, aunque con el tiempo daría vida a multitud de personajes, vio la luz su creación más popular: el perro Pif, la mascota de una familia de clase trabajadora envuelta en innumerables líos que siempre se solventaban con humor.

Tal fue su éxito que, en 1952, Pif se mudó a Vaillant, un semanario infantil creado por antiguos miembros de la Resistencia en el que Cabrero Arnal ya colaboraba con las correrías de Placid y Muzo. En sólo unos meses, la efigie de Pif colonizó la cabecera, luego cedió su nombre a la sección de pasatiempos y en 1954 sus peripecias viajaron de la contraportada a la portada. En 1965, la publicación pasó a denominarse Vaillant, le Journal de Pif y cuatro años más tarde únicamente Pif Gadget (en referencia al juguetito que se regalaba con cada número).

Bajo su manto protector surgieron célebres “actores secundarios”, como el gato Hércules o Pifou, el hijo de Pif. Alguno de ellos nació ya de la pluma de colaboradores de Cabrero Arnal pues éste, con su salud quebrada tras lustros de desventuras, fue dejando a sus criaturas en manos de otros dibujantes y guionistas.


Las andanzas de Pif aparecieron en multitud de formatos. Salieron a la venta juguetes promocionales e incluso llegó a contar con una serie de animación, en 1989, años después del fallecimiento de su creador. Su fama se extendió por países francófonos como Bélgica y Suiza, pero también alcanzó Italia, Alemania y varias naciones del otro lado del telón de acero (no hay que olvidar el origen comunista de la revista), en especial Rumanía.

En España se publicó en 1978 una versión traducida, titulada Pif, con un formato menor que el original. Pero sólo salieron a la venta 37 números, al no tener el arraigo de los tebeos de la editorial Bruguera, una competencia inabordable.

Cabrero Arnal no volvió nunca a España, aun cuando jamás pudo obtener la nacionalidad francesa. La solicitó a comienzos de su estancia parisina, pero le fue denegada repetidamente. Con la Guerra Fría ya en marcha, las autoridades le etiquetaron como miembro del Partido Comunista, algo que nunca fue y que no encajaba en su forma de ser, tan celosa de su libertad personal y refractaria a todo tipo de disciplina.

Cuando murió en Antibes, en 1982, al día siguiente de cumplir los 73 años, había sido incomprensiblemente orillado por el mundo del cómic, del que su frágil salud le había ido apartando, pese a que sus creaciones, convertidas ya en iconos, mantenían intacto su brillo.

Hace escasas fechas se ha celebrado una nueva edición del Salón del Cómic de Zaragoza. En ninguna de ellas ha recibido homenaje alguno, aun siendo el principal autor aragonés en la historia del tebeo. Seguramente, porque ni organizadores ni visitantes, en su propia tierra, saben de su existencia.

Por fortuna, un profesor de historia francés, también dibujante y nieto de exiliados aragoneses, Philippe Guillen, se ha propuesto sacarlo de las tinieblas del olvido y le ha dedicado un magnífico libro, que todavía no tiene versión en castellano. Y José Luis Melero, hace escasas fechas, lo presentó al público desde su tribuna en Heraldo de Aragón.

También se puede rastrear su paso por el campo de concentración en la novela K. L. Reich, escrita por un compañero de Mauthausen y editada por primera vez en 1963, ya que su figura inspiró al protagonista de la narración, Emilio, un prisionero que consigue sobrevivir haciendo dibujos pornográficos para los SS.

Para saber más:

-Amat-Piniella, Joaquim: K. L. Reich, Barcelona, Seix Barral, 1963. / Barcelona, Libros del Asteroide, 2014.
-Guillen, Philippe: José Cabrero Arnal. De la République espagnole aux pages de ‘Vaillant’, la vie du créateur de ‘Pif le chien’, Portet-sur-Garonne, ed. Loubatières, 2011.
-Roig, Montserrat: Noche y niebla. Los catalanes en los campos nazis, Barcelona, Península, 1978.

martes, 5 de noviembre de 2013

Emilio Bonelli, el creador del Sáhara Español

A finales de 1975, mientras Franco agonizaba, los televisores de todo el país, todavía en blanco y negro, prestaban constante atención a la llamada “Marcha Verde”, un bíblico éxodo de civiles orquestado por la monarquía marroquí para ocupar los territorios saharauis hasta entonces bajo autoridad española. La sagaz estratagema de Hassan II, que aprovechaba el vacío de poder que en ese momento reinaba en la política nacional, dio sus frutos de forma inmediata y a través de la “Operación Golondrina” todos los residentes españoles fueron evacuados de la región en un tiempo récord. La atropellada retirada, que abandonó a su suerte a los naturales de la zona, fue absoluta (hasta los cadáveres de los cementerios fueron recogidos). El último núcleo urbano en ser desalojado fue Villa Cisneros, el 9 de enero de 1976. Curiosamente, esa había sido también la primera fundación española en el Sáhara, casi un siglo antes, producto de la obstinación de un zaragozano singular, Emilio Bonelli.

Durante la segunda mitad del siglo XIX África se convirtió en el escenario principal de míticas expediciones. Toda una legión de novelescos aventureros europeos, coronados por un salacot y apoyados por Sociedades Geográficas, se adentraron en el entonces continente misterioso en busca de legendarias ciudades tragadas por las dunas, las fuentes del Nilo o civilizaciones perdidas cuyos restos custodiaban feroces tribus o fieras salvajes.

Al carro de ese heterogéneo grupo de exploradores, científicos, misioneros y cazadores de tesoros, en su mayoría británicos o franceses, se subió en marcha Emilio Bonelli. Sus huellas aparecen hoy borrosas pero fue él, gran conocedor del Magreb, quien fundó las primeras colonias españolas en el Sáhara y quien, más tarde, recorrió impenetrables selvas y caudalosos ríos para fijar los límites de Guinea Ecuatorial.

Su padre, Eduardo Bonelli, un ingeniero agrónomo italiano amigo de los viajes, se había domiciliado en la capital aragonesa mediada la centuria. Allí conocería a Isabel Hernando, con quien contrajo matrimonio. En noviembre de 1855 nació Emilio, bautizado en la parroquia de San Gil y cuya infancia quedó truncada por la temprana muerte de su madre. Tras el fallecimiento, la familia abandonó Zaragoza para establecerse en Marsella durante unos años, que al chico, con facilidad para los idiomas, le sirvieron para aprender francés e italiano.

A continuación se trasladó al Norte de África. Argel y Túnez fueron las primeras etapas de un periplo que finalizaría en Tánger, donde un hermano de su padre regentaba una farmacia. Éste tuvo que hacerse cargo del muchacho cuando su progenitor falleció, víctima del cólera, en 1869. Para entonces, Emilio se hallaba ya perfectamente integrado en la vida del país. Vestía chilaba y babuchas, estaba al tanto de las costumbres y se manejaba en la lengua local sin problemas. Poco después, su dominio del idioma le permitió afincarse en Rabat y ganarse la vida de intérprete para el consulado de España.

Al ser llamado a filas, decidió seguir la carrera militar e ingresó en la Academia de Infantería de Toledo. Durante sus estudios castrenses, solventó como pudo sus problemas económicos con traducciones y la ayuda de algún compañero. Ya como alférez, fue destinado a Madrid y consiguió un sobresueldo estable como contable en el Ayuntamiento. Esto le permitió regresar con cierta frecuencia al Norte de África y sumergirse en la vida cotidiana de distintas poblaciones de la zona.

En 1882, tras recibir una jugosa recompensa económica de la corporación municipal por desenmarañar intrincadas partidas presupuestarias, Bonelli pidió una licencia temporal y viajó durante meses por la cuenca del río Sebú y la región de Garb, además de visitar las ciudades de Fez y Mequínez, al igual que unos años antes había hecho José María Murga Mugartegui, el llamado “moro vizcaíno”. A su vuelta, dio una conferencia en la sede de la Sociedad Geográfica de Madrid, animada por Joaquín Costa, que le dio a conocer entre los interesados por el continente africano.

A comienzos de 1884, informado de los problemas que sufrían los pesqueros canarios en las costas atlánticas del Sáhara, pues eran acosados cuando buscaban refugio, propuso a Genaro de Quesada, ministro de la Guerra y veterano de la campaña de Marruecos de 1859-1860, ocupar la zona y establecer varias bases fijas, con objeto de brindarles protección y puntos de aprovisionamiento. Éste rechazó el proyecto, pese a que venía avalado por la Sociedad Española de Africanistas y Colonistas. Pero Bonelli, tenaz, no tiró la toalla y porfió hasta conseguir audiencia con el presidente del Gobierno, Cánovas del Castillo.

Si bien el máximo dirigente del Partido Conservador acogió con cautela la empresa, puso a disposición del aragonés 7500 pesetas, una cantidad meramente testimonial procedente de los fondos reservados, para que intentara ponerla en marcha. Si no cristalizaba, tampoco sería mucha la pérdida y el Gobierno podía darse por no enterado y lavarse las manos.

Es probable que Cánovas viera la oportunidad de que España, de forma discreta y apenas sin coste, se sumara a otras naciones europeas, que en ese momento se repartían África sin pudor con el fin de apropiarse de sus inmensas riquezas naturales. Aunque hoy resulte algo inconcebible, para reclamar la soberanía sobre un territorio africano en aquella época solo había que comprobar que no había otra potencia colonial en el lugar, ocuparlo de forma efectiva, es decir, establecer guarniciones militares o puestos comerciales, y comunicar dicha ocupación con carácter oficial en los medios internacionales. Este “derecho”, que refrendó la Conferencia de Berlín (1884-1885), no tenía en cuenta a la población local, gentes primitivas a quienes llevar la civilización. Bastaba tan sólo con suscribir algún tratado, de buen grado o por la fuerza, con sus elites dirigentes, los únicos nativos que obtenían beneficios del convenio.

Una vez recibido el plácet, Bonelli marchó rápidamente a Canarias, pues existía el temor de que un explorador británico, el escocés Donald Mackenzie, instalase factorías en la zona y demandase su posesión. Allí preparó sin tardanza la expedición con la ayuda de la Compañía Mercantil Hispano-Africana y la Sociedad de Pesquerías Canario-Africana, que le proporcionaron diversas mercancías y materiales de construcción. Y a bordo de la goleta Ceres, se encaminó hacia la costa saharaui.

En noviembre de 1884 atracó en la llamada península de Río de Oro (que carecía tanto de río como de oro), junto a un pontón que la Sociedad Española de Africanistas y Colonistas había instalado unos meses antes para que sirviese de muelle y almacén. El enclave era un puerto natural, con pozos de agua potable en las cercanías, visitado por tribus nómadas y ajeno a la jurisdicción del sultán de Marruecos.

En solo unos días fue edificada una caseta de madera en la que se izó la bandera española, la primera construcción de un asentamiento bautizado con el nombre de Villa Cisneros (hoy Dajla) en homenaje al confesor de Isabel la Católica, promotor de la conquista de Orán en 1509.

Lo mismo hizo en las siguientes semanas en puntos más al norte y más al sur. En el golfo de Cintra fundó Puerto Badía, en recuerdo del arabista y aventurero Domingo Badía. Y en el cabo Blanco, Medina Gatell conmemoró al tarraconense Joaquin Gatell (ninguno de los dos establecimientos prosperaría y serían pronto abandonados).

Bonelli entró inmediatamente en conversación con varios jefes de tribus locales, con quienes acordó poner bajo protectorado español la franja costera en la que se habían levantado las instalaciones, germen del futuro Sáhara Español. En dichas negociaciones resultó clave la figura del zaragozano. Tenía mano izquierda, era generoso con los regalos, consideraba sagrada la hospitalidad, conocía el Corán, no dudaba en vestir la indumentaria local y se acompañaba siempre de su tetera y su pipa de kif. Además, entendía la hassanía, el dialecto árabe usado en la zona.

Como el propio Bonelli dejó en papel: “el objetivo principal de este viaje por tan áridas comarcas, desconocidas del mundo civilizado, consistía en asegurar para mi patria la explotación de aquellos bancos de pesquerías, que algunos escritores, mucho más competentes que yo en esta industria, aseguran ser muy superiores en calidad y abundancia de peces á los famosísimos de Terranova”.

También se pretendió abastecer de agua y carbón a los barcos que lo necesitaran, además de potenciar el comercio con los nómadas y hacer que algunas caravanas se desviasen de su camino habitual, transahariano, para intercambiar animales o géneros exóticos como oro, marfil, pieles o plumas de avestruz por alimentos, azúcar, té y manufacturas españolas. El éxito de esas últimas iniciativas fue, sin embargo, muy escaso. Aunque comenzaron a circular tímidamente duros con la efigie de Isabel II (sabil) y Alfonso XII (fonsus), el comercio de trueque mantuvo su primacía. La región era paupérrima y estaba muy alejada de las rutas del gran comercio, que nunca se asomaron por el territorio ocupado.

No se pretendió sojuzgar militarmente el lugar, “civilizar” a los saharauis, imponerles leyes o convertirlos al cristianismo, como se hacía en otros puntos del continente. En todo momento se respetó su autogobierno, así como sus costumbres y tradiciones.

A pesar de ello, en los primeros años hubo algunos roces e incluso enfrentamientos con tribus despechadas, en busca de botín, que habían quedado al margen de los tratados. El primero, en 1885, cuando Bonelli visitaba la Península para dar cuenta de sus actividades y ser nombrado nada más y nada menos que Comisario Regio para África Occidental. Villa Cisneros fue saqueada y hubo varios muertos. Su regreso a toda prisa, acompañado de un pequeño destacamento militar, apaciguó la situación y, con ayuda de nativos leales, recompuso el orden.


Se planificaron entonces expediciones hacia el interior del desierto, hacia el Sur y hacia el Norte, y se suscribieron nuevos pactos de amistad. Poco a poco, el dominio se fue extendiendo y consolidando, aun cuando en el Gobierno español no sobraban ni los recursos ni el interés por el territorio sahariano.

Bonelli, sin embargo, ya no dirigiría las operaciones principales desde el puesto de mando. Su inesperado éxito, que cogió a todos por sorpresa, había llamado la atención tanto dentro como fuera de España.

Claudio López Bru, segundo marqués de Comillas, lo “fichó” para su Compañía Trasatlántica, un verdadero imperio naviero puesto en pie por su padre, el primero en ostentar el título nobiliario. En junio de 1886 cesó como Comisario Regio y unos meses más tarde emprendió viaje hacia la Guinea española.

Durante tres años, en colaboración con Enrique D'Almonte y con vistas a su explotación económica, reconoció y cartografió varias de sus islas y la parte continental de Guinea Ecuatorial, explorada sólo unos años antes por el vitoriano Manuel Iradier. Remontó la cuenca del río Muni y las de sus afluentes el Noya, el Utamboni, el Bañe, el Utongo y el Congüe, además de las de los ríos Benito y Campo. Después, levantó una factoría en la isla de Elobey Chico.

Según algunas fuentes, a su regreso a España la Royal Geographic Society de Londres, dados sus amplios conocimientos del Sáhara occidental, le encargó la búsqueda de la expedición del coronel Paul Flatters. El militar francés había partido en diciembre de 1881 de Ouargla, en el sur de Argelia, al frente de un numeroso convoy con la intención de abrir una ruta entre el Mediterráneo y el Atlántico a través del desierto. Dos meses después de su salida la caravana fue asaltada por los tuaregs, que no dejaron supervivientes. Parece ser que Bonelli dio con los restos de la columna y los hizo llegar a Londres a excepción hecha del podómetro personal de Flatters, que le fue obsequiado como recuerdo.

Su reconocido prestigio le permitió dar numerosas conferencias y llevar a la imprenta varias publicaciones sobre sus viajes antes de su fallecimiento, en 1926. Llegó a dirigir la Compañía Mercantil Hispano-Africana y como representante de la Real Sociedad Geográfica participó en los congresos comerciales hispano-marroquíes celebrados en 1907 (Madrid), 1908 (Zaragoza), 1909 (Valencia) y 1910 (Madrid).

Varios de sus hijos también eligieron la vida castrense. Uno de ellos, Juan María Bonelli Rubio, fue gobernador de Guinea Ecuatorial en la década de 1940. Como máximo responsable político de la colonia, secundó a los docentes indígenas que solicitaban la equiparación laboral con los funcionarios españoles. Y al igual que al inspector general de educación, ese apoyo le costó el puesto, una decisión que alimentaría los primeros brotes independentistas en la región.


Para saber más:
-Ballano, Fernando: Españoles en África, Madrid, Tombooktu, 2013.
-Bonelli Hernando, Emilio: Observaciones de un viaje por Marruecos, Madrid, Fortanet, 1883.
El Sáhara: descripción geográfica, comercial y agrícola, desde Cabo Bojador a Cabo Blanco, viajes al interior, habitantes del desierto y consideraciones generales, Madrid, Tip. de I. Péant e hijos, 1887.
Un viaje al Golfo de Guinea, Madrid, Fortanet, 1888.
-Bonelli Rubio, Juan María: Emilio Bonelli Hernando: un español que vivió para África, Madrid, s. n., 1947.
-Fernández-Aceytuno, Mariano: Ifni y Sáhara, una encrucijada en la historia de España, Dueñas, Simancas, 2001.
-Fernández Rodríguez, Manuel: España y Marruecos en los primeros años de la Restauración, Madrid, Centro de Estudios Históricos, 1985.
-García, Alejandro: Historias del Sáhara. El peor y el mejor de los mundos, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2001.
-Martín, Jos: Exploradores españoles olvidados del siglo XIX, Madrid, TF, 2001.

viernes, 25 de octubre de 2013

María Andresa (Andrea) Casamayor, la prosperidad a través de las Matemáticas

La matemática zaragozana María Andresa Casamayor y de la Coma fue la primera mujer de la que se tiene noticia en publicar un libro de tema científico en España. Lo hizo durante la primera mitad del siglo XVIII y, a juzgar por el contenido de su obra y por la forma en que está expuesto, su intención fue la de “democratizar” el saber y dotar de instrumentos útiles a sus conciudadanos para que pudieran prosperar en sus tareas cotidianas.

Sus padres, el mercader Juan José Casamayor, de origen francés, y la zaragozana Juana Rosa de la Coma Alexandre, contrajeron matrimonio el 13 de abril de 1705 en la basílica del Pilar, a tiro de piedra de su domicilio en la calle de la Coma (hoy Damián Forment), posiblemente así llamada porque en ella se encontraba la casa materna. Allí bautizarían también a sus nueve hijos, entre niños y niñas. María Andresa nació en 1720, el 30 de noviembre, festividad de san Andrés, y de ahí su nombre, que mal transcrito por un comentarista posterior se ha conocido hasta recientes fechas por Andrea.

La Zaragoza en la que vivió esta pionera de la ciencia fue una de las más florecientes de su historia. Una vez superados los estragos que había dejado a su paso la Guerra de Sucesión, la ciudad fue recuperando el pulso. La influencia en la Corte del llamado “partido aragonés”, encabezado por el conde de Aranda, repercutió en la capital del reino. Y en ella se fueron abriendo paso, aunque a duras penas, los postulados de la Ilustración.

Dicha corriente cultural, nacida en Francia e Inglaterra, sostenía que había que combatir la ignorancia y la superstición. La razón, la ciencia y la educación eran imprescindibles para impulsar el progreso económico y renovar la sociedad.

Semejante ideario, llamado a alterar el orden establecido, no fue del agrado de todo el mundo, claro está. Pero una minoría, pese a formar parte de la elite acomodada, lo asumió y lo llevó a la práctica. A ese grupo ilustrado parece pertenecer la familia de María Andresa Casamayor, ya que ésta recibió una esmerada instrucción, algo insólito para una mujer en la España de su tiempo.

No es probable que acudiera a la escuela, pues durante su infancia todavía no había en Zaragoza colegios femeninos (y los mixtos eran impensables). El primero lo abriría la Compañía de María, en 1744. Unos años más tarde, las dominicas de Santa Rosa también orientaron su vocación hacia la enseñanza. Pero hasta 1783, por Real Cédula, no se establecieron en el país las escuelas de barrio para niñas. Había mujeres que recibían en su casa a alumnas privadas y tutores para las más pudientes, si bien, en la práctica totalidad de los casos, las chicas sólo recibían nociones de doctrina católica y labores domésticas. Aprender a leer y escribir, por ejemplo, se consideraba secundario.

Una de las contadas excepciones a esa norma fue María Andresa. Fray Pedro Martínez, rector y regente de estudios del colegio San Vicente Ferrer, dejó testimonio del admirable nivel que había adquirido en las ciencias matemáticas. Ambos se reunían con frecuencia para trabajar en difíciles cálculos aritméticos y abrir nuevas vías de investigación. Por eso, el religioso manifestó una enorme sorpresa cuando, en 1738, sin haber cumplido todavía los dieciocho años, su compañera de elucubraciones numerarias llevó a la imprenta un libro, Tyrocinio Artihmetico. Instrucción de las cuatro reglas llanas, en el que se explicaban, de forma muy sencilla, las operaciones más básicas: sumar, restar, multiplicar y dividir.

Existían otras publicaciones que abordaban el mismo tema, pero todas eran más prolijas y farragosas. El Tyrocinio (“aprendizaje”) aportaba ejemplos asequibles extraídos de la vida real en ámbitos como el comercio, la agricultura y la ganadería. Y, a su vez, incluía un completo tratado de los pesos, medidas y monedas vigentes en Aragón, con detalladas tablas de valores y equivalencias.

El texto lo tuvo que firmar con un nombre masculino, Casandro Mamés de la Marca y Araoia, un anagrama del suyo propio. Es decir, trastocó el orden de las letras de su verdadero nombre para componer su seudónimo. Ese supuesto autor dedicaba la obra al colegio de Santo Tomás, de las Escuelas Pías zaragozanas, de las que se decía discípulo. Y el censor que suscribe el permiso de edición era Juan Francisco de Jesús, catedrático de Matemáticas de dicho centro. Ahí puede estar otra de las claves de la edición de un libro en el que priman varios principios básicos: ser accesible, didáctico, útil y ofrecer herramientas para mejorar la productividad y la consideración social.

Los escolapios se instalaron en Zaragoza en 1731. Y no sería de extrañar que alguno de sus miembros hubiese sido instructor de María Andrea. A su llegada traerían la primitiva filosofía de la orden, fundada en 1597, en Roma, por el oscense José de Calasanz. Su idea de atender la educación de los más necesitados de forma gratuita supuso toda una revolución en su tiempo. Tanto los citados jesuitas, que temían perder su monopolio docente, como, sobre todo, los estamentos privilegiados, la vieron como una amenaza e intentaron eliminarla.

Si los pobres tenían acceso a las escuelas, aprendían a leer y a escribir, algo que se consideraba antinatural, y se convertían en unos “señoritos” ¿quién querría trabajar la tierra de sol a sol?, ¿quién se encargaría de cuidar los animales?, ¿quién acarrearía sacos y fardos?, ¿quién limpiaría todo lo que se ensuciaba? Y si, además, sabían de cuentas ¿a qué peligrosas conclusiones podían llegar?

Calasanz también abogó porque la formación fuese provechosa y permitiera a los alumnos ganarse el pan en el futuro. Por ello hizo especial hincapié en las Matemáticas y sus aplicaciones prácticas. Varios de los primeros escolapios fueron notables matemáticos y físicos. El propio fundador se interesó por la disciplina y hasta tuvo el coraje de apoyar a Galileo antes, durante y después del juicio al que fue sometido, en el que la Iglesia le dio a elegir entre renegar de la absurda y herética teoría de que la Tierra giraba alrededor del sol o morir quemado vivo en la hoguera.

Como no podía ser de otra manera, dado su “subversivo historial” y sus “amistades peligrosas”, Calasanz se vio obligado a comparecer ante el Santo Oficio en 1642 y terminó suspendido. Seis años después, Inocencio X redujo sus pretensiones y convirtió su creación, muy controlada, en una orden secular sin votos. Hasta 1699, tras incontables presiones en todos los sentidos y ya muerto el santo oscense, las Escuelas Pías no recobrarían su pujanza, al ser restituidas como orden de votos solemnes.

Tanto el ideario de los primeros escolapios como los principios ilustrados se hallan en la base del Tyrocinio de Andresa Casamayor, quien rebajó sus amplios conocimientos matemáticos en favor de la pedagogía y el bien común, algo que no es tan sencillo ni está al alcance de cualquiera, por mucho que se domine determinada materia. Todo en él se explica con claridad, paso a paso, para facilitar su comprensión.

Al poco tiempo de editar su libro, falleció el padre de la joven matemática y la familia zozobró en un mar de deudas. Pese a ello, María Andresa nunca contrajo matrimonio ni buscó cobijo en la Iglesia, casi las únicas salidas viables para una mujer de su tiempo en sus circunstancias. Se vio obligada a trabajar fuera de casa para subsistir, una excepción a la norma. Fue maestra de niñas en colegios públicos, labor por la que además de un modesto sueldo disfrutó de un humilde alojamiento en las inmediaciones de la plaza de San Agustín.

Una obra suya de más calado pero de menos repercusión social, como el título ya indica, sería El para sí solo de Casandro Mamés de la Marca y Araioa. Noticias especulativas y prácticas de los números, uso de las tablas de raíces y reglas generales para responder algunas demandas que con dichas tablas se resuelven sin álgebra, su segunda composición, hoy perdida. Sus 109 folios manuscritos quedaron en posesión de sus hermanos cuando María Andrea murió sin hijos en octubre de 1780, ya anciana. Éstos la dieron a conocer a eruditos y curiosos, pero nunca costearon su impresión, pues no resultaba rentable.

Por desgracia, aparte de lo que sus escritos dejan entrever y de vagas referencias de otros autores, pocos datos más hay de esta zaragozana excepcional, enterrada en el Pilar, que vio pasar su vida a orillas del Ebro y a la que doctos contemporáneos dedicaron escasas pero meritorias líneas. Disfrutó del saber y de su difusión en una época en que ambas actividades estaban vedadas al sexo femenino por los usos y costumbres. Y aun cuando se desconozcan la mayor parte de su trayectoria vital y de sus logros, no aparezca en ningún manual y nadie haya oído nunca mencionar su nombre, se trata de la primera mujer de ciencia española de la que se conserva obra escrita. Eso sí, oculta bajo un seudónimo masculino.

Para saber más:
-Bernués, Julio y Miana, Pedro J.: “Soñando con números, María Andresa Casamayor (1720-1780)”, en Suma. Revista sobre Enseñanza y Aprendizaje de las Matemáticas, n.º 91, 2019.
-Casado Ruiz, María José: Las damas del laboratorio. Mujeres científicas en la historia, Barcelona, Debate, 2006.
-Urgel Masip, Asunción: José de Calasanz, Zaragoza, CAI, 2000.

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PD: Esta entrada participa en la Edición 4.1231056 del Carnaval de Matemáticas, cuyo anfitrión es el blog Scientia

martes, 15 de octubre de 2013

Roque Joaquín de Alcubierre, el descubridor de Pompeya y Herculano

¿Quién no ha oído hablar de Pompeya? Salvo la propia capital, no existe ninguna otra ciudad, de las cientos que florecieron en la Antigüedad bajo el control político de Roma, que haya alcanzado la popularidad que hoy tiene en cualquier parte del globo la localidad de la bahía de Nápoles. Incontables enjambres de turistas la recorren a diario. Y todo el mundo, además, está al corriente de su trágico fin.

Pompeya no fue una gran metrópoli sino una urbe de tamaño medio, similar a otras muchas. Y ni siquiera sus ruinas son las más majestuosas entre las conservadas, pues se han hallado restos de mayor monumentalidad y extensión a orillas del Mediterráneo (basta con visitar Leptis Magna,  Djémila o Timgad, en el Norte de África, para comprobarlo). Sin embargo, tanto Pompeya como sus vecinas, en especial Herculano, poseen unas características distintivas que las dotan de un valor especial.

Un cataclismo interrumpió abruptamente el discurrir de su existencia un verano del año 832 desde la fundación de Roma, esto es, el año 79 del calendario cristiano actual, cuando todavía estaban calientes, ironías del destino, las brasas de las grandes hogueras con las que sus pobladores acababan de celebrar las Vulcanalias, fiestas dedicadas a Vulcano, esposo de Venus y dios del fuego, la forja y los volcanes —si bien hace escasas fechas se ha descubierto que la catástrofe tuvo lugar en octubre y no en agosto, como se creía hasta ahora—.

Como contrapartida, ese apocalipsis que las devastó les proporcionó un cobijo estable y permitió que, en parte, se conservaran tal y como estaban en el momento de la tragedia. Calles, viviendas, comercios, oratorios, zonas de ocio, estatuas, pinturas y grafitis, muebles, utensilios de uso cotidiano, joyas y hasta la huella dejada por los cuerpos de algunos de sus habitantes y de sus mascotas, a los que no dio tiempo de huir, permanecieron durante siglos preservados en una “cámara sellada”, bajo tierra, a salvo del despiadado paso del tiempo.

Y allí seguirían, como lugares de leyenda, si no hubiese sido por la tenacidad de un zaragozano, Roque Joaquín de Alcubierre, quien las localizó y devolvió a la luz.

En una carta, un testigo ocular, Gayo Plinio Cecilio Segundo, conocido hoy como Plinio el Joven, narró con detalle la catástrofe a su amigo y gran historiador Cornelio Tácito, así como la muerte de su tío. Éste, el mayor naturalista del mundo antiguo, al que se da el sobrenombre de Plinio el Viejo para diferenciarlo de su sobrino, había acudido a evacuar a los supervivientes al mando de la flota romana emplazada en la zona.

Según Plinio, tras unos pequeños temblores de tierra, el noveno día antes de las calendas de septiembre (24 de agosto) una colosal columna de humo procedente del Vesubio ascendió a los cielos. A continuación, comenzó una densa lluvia de piedras volcánicas y ceniza que ocultó el sol. Durante horas, cubrió toda la comarca, hundió tejados y colapsó vías y caminos. Finalmente, grandes nubes de gases ardientes  y materiales en suspensión que se movían a nivel del suelo (oleadas de flujo piroclástico) abrasaron todo lo que encontraron a su paso.

Cuando el volcán se serenó, Pompeya, Herculano, Estabia, Oplontis y otros asentamientos menores habían desaparecido de la faz de la tierra. El emperador Tito, que sólo llevaba un par de meses en el poder, envió rápidos auxilios, donó dinero para las víctimas y hasta se personó en el lugar. Pero muy poco se pudo hacer. Durante un tiempo, antiguos habitantes y saqueadores intentaron recuperar objetos de algún valor. Después, el recuerdo de las ciudades sepultadas se fue haciendo cada vez más difuso hasta acabar por perderse. Como único testimonio de lo sucedido sólo quedaron las cartas de Plinio.

Diecisiete siglos más tarde un ingeniero militar nacido en Zaragoza, en 1702, se afincó en la región. No se sabe la fecha con certeza, pero es más que probable que fuera durante la segunda mitad de 1734, una vez que el reino de Nápoles retornó a manos españolas. Tras la batalla de Bitonto, en mayo de ese año, los soldados del conde de Montemar doblegaron los últimos focos de resistencia austriaca y fue entronizado un hijo del monarca español Felipe V, que pasó a reinar con el nombre de Carlos VII de Nápoles (el mismo que en 1759, al morir sin descendencia sus hermanos mayores Luis I y Fernando VI, abandonaría la corona napolitana para ceñir la española y convertirse en Carlos III).

Roque Joaquín de Alcubierre había recibido su primera formación a orillas del Ebro. Y en cuanto tuvo edad para ello, al parecer bajo la protección del conde de Bureta, se unió como voluntario al Real Cuerpo de Ingenieros Militares, creado en 1711. A las órdenes de Esteban Panón y de Andrés Bonito y Pignatelli, pasó por varios destinos, entre los que figuraron  Gerona y Valsaín, antes de trasladarse a la Corte. Allí intentó ser admitido de forma definitiva en la oficialidad del Cuerpo de Ingenieros. Pero su complicado carácter y rencillas internas se lo impidieron.

Al ser enviado a Nápoles Andrés de los Cobos, su superior en ese momento, Alcubierre, a quien su jefe inmediato tenía en alta estima, le acompañó. El primer documento que certifica su presencia en el Sur de Italia data de enero de 1736.

Dos años después y ya, por fin, con los galones de capitán, se hallaba enfrascado en la nivelación de los terrenos aledaños a un pabellón de caza para el rey, en Portici, cuando le llamó poderosamente la atención la gran cantidad de objetos antiguos que surgían diseminados, a pocos centímetros de la superficie. Un amigo del lugar, el cirujano Giovanni de Angelis, le confirmó la constante presencia de materiales romanos. Al mismo tiempo, le llegó la noticia de que unos años antes, durante el dominio austriaco, al cavar un pozo en una finca cercana por orden de Manuel Mauricio de Lorena, príncipe D’Elbeuf, se habían encontrado lo que parecían vestigios arquitectónicos, junto a mármoles labrados y otros restos menores.

Todo ello le hizo sospechar que la tierra albergaba tesoros escondidos y pidió permiso para iniciar una búsqueda más exhaustiva. No hay que olvidar que desde el Renacimiento las piezas de arte griegas y romanas estaban muy cotizadas y existía un floreciente mercado para coleccionistas, copado por las familias más adineradas, en el que abundaban las falsificaciones (hasta Miguel Ángel, en su juventud, labró varias estatuas que luego enterró y “avejentó” para poder venderlas a mejor precio). Tras mucho insistir, obtuvo la autorización del propio monarca en octubre de 1738 y, con la ayuda de tres peones, se puso manos a la obra.

En aquel entonces, ni la Arqueología ni sus métodos científicos existían todavía. El penoso trabajo de Alcubierre y sus hombres se asemejaba al de los mineros en busca de metales o piedras preciosas. Excavaban pozos y a partir de éstos abrían galerías subterráneas, en muchas ocasiones en terrenos “petrificados” donde llegaban a emplear explosivos para abrirse paso. A medida que iban avanzando, las galerías se estrechaban y se hacían más inhóspitas, por la humedad y, sobre todo, el humo de las antorchas con las que se alumbraban. Al lugar de la excavación sólo se podía acceder por el pozo. Tanto hombres como materiales ascendían y descendían atados a una soga, con la ayuda de un cabestrante.

Por suerte, los resultados no se hicieron esperar. Bronces, lápidas, estatuas de diferentes tamaños... comenzaron a abandonar su apacible refugio en un flujo interminable y multiplicaron el interés del monarca, que decidió aumentar el número de operarios. Alcubierre, a su vez, fue obligado a llevar un diario donde rendir puntual cuenta de los avances y de todos y cada uno de los hallazgos, que debían ser descritos de forma meticulosa y dibujados. A éste se añadían informes periódicos y alguno más, suplementario, en caso de dar con elementos de una calidad extraordinaria.

No tardó en ser localizado un muro, que se pensó era de un templo campestre. Sin embargo, poco después, la inscripción de una lápida reveló que pertenecía a un teatro, el teatro de la ciudad de Herculano, una de las mencionadas en las cartas de Plinio el Joven.

El entusiasmo se desató. Cada nueva galería ofrecía descubrimientos más asombrosos que la anterior. Con el fin de aligerar las tareas, un grupo de presos se sumó a los trabajos. Apareció la basílica, lugar destinado a la administración de justicia y las transacciones financieras. Y aparecieron, una tras otra, viviendas engalanadas con increíbles mosaicos y pinturas murales. Una de ellas, la villa de los Papiros, custodiaba 1.785 manuscritos con textos latinos y griegos, la mayoría hasta entonces desconocidos.

El prestigio de Alcubierre como director de la excavación aumentaba pero su salud se fue minando, maltratada por la aspereza de su cometido. Perdió todos sus dientes y su vista se vio gravemente afectada. Agotado y enfermo, tuvo que abandonar temporalmente su quehacer entre 1741 y 1745. En su ausencia disminuyeron los hallazgos, por lo que en cuanto recobró la energía, ya con el grado de teniente coronel, volvió a su puesto y con él retornaron los resultados espectaculares.

En 1748 fue informado de que a unos kilómetros de donde excavaban también era frecuente que emergieran durante tareas agrícolas abundantes objetos antiguos y que los lugareños aprovechaban las piedras talladas que encontraban para levantar sus propias edificaciones. Decidió entonces solicitar permiso al ministro de Estado para iniciar nuevas búsquedas en esa zona y, en cuanto tuvo el beneplácito real, puso en marcha la empresa.

Su intuición y dedicación pronto dieron fruto y un nuevo rosario de objetos fascinantes se encaminó hacia el Museo Real de Portici, donde todo, sin excepción alguna, debía ser catalogado y estudiado. Alcubierre creía haber dado esta vez con la ciudad de Estabia. Pero estaba equivocado. En 1763 sería desenterrada una inscripción que daba nombre a la localidad. Se trataba, nada más y nada menos, que de Pompeya, la mayor de cuantas había devorado la furia del Vesubio.

El celo de Alcubierre por su tarea y su eterna curiosidad le impulsaron a implicarse en la resurrección de nuevos enclaves. Se sabe que excavó la villa del político, historiador y literato Gayo Asinio Polion en Sorrento y también que trabajó en algún momento de su carrera en EstabiaPozzuoli, Capri y Cumas. Pero sus innumerables éxitos se vieron salpicados por malentendidos, envidias y rivalidades de algunos de los funcionarios que tenía bajo su severo mando.

Esos reproches se sumaron a diversas críticas académicas. Atraídos por la desbocada fama del lugar, numerosos eruditos visitaron las excavaciones pero poco pudieron ver, pues el acceso estaba muy restringido. Uno de los más acreditados, Johann Joachim Winckelmann, considerado en la actualidad el padre de las modernas Arqueología e Historia del Arte, muy enfadado, censuró abiertamente y con extrema dureza el secretismo y los “primitivos” métodos del aragonés. Lo que no impidió que éste siguiera al frente de los trabajos hasta su muerte, en 1780, una ocupación absorbente que compaginó, no obstante, con sus obligaciones militares. En 1772 había sido ascendido a brigadier e ingeniero jefe de los ejércitos del rey, así como gobernador del castillo del Carmen, adosado a la muralla aragonesa de Nápoles. Y cinco años después fue nombrado mariscal de campo.

A pesar de vivir cautivo por su labor día y noche durante décadas, de revelar al mundo tesoros de incalculable valor y de ser el principal responsable de que hoy podamos viajar en el tiempo hasta los años de esplendor del Imperio Romano, este primitivo “Indiana Jones” aragonés, que acabaría abandonado en la cuneta de la historia, nunca se aprovechó de su posición para lucrarse. Tras su fallecimiento, su viuda se vio obligada a solicitar ayuda económica a las autoridades y, en atención a los servicios prestados, recibió una pensión vitalicia de 150 ducados anuales, renta que sólo alcanzó a la familia para seguir residiendo, en honrada pobreza, en una humilde vivienda de Nápoles.


Para saber más:
-FERNÁNDEZ MURGA, Félix: Carlos III y el descubrimiento de Herculano, Pompeya y Estabia, Salamanca, Universidad, 1989.
-Blog de viajes Pasaporteblog.com: http://www.pasaporteblog.com/pompeya/

miércoles, 2 de octubre de 2013

Pedro Cubero, el primero en dar la vuelta al mundo al encuentro del sol naciente

Todos estudiamos en el colegio que los primeros exploradores en dar la vuelta al mundo partieron de Sanlúcar de Barrameda en 1519, capitaneados por Magallanes, y culminaron su hazaña tres años después a las órdenes de Juan Sebastián Elcano. La mayoría de los expedicionarios, entre ellos el propio Magallanes, se dejaron la vida en el empeño. De los 234 que embarcaron, únicamente 18 arribaron a las playas gaditanas en un primer momento y unos cuantos más lo hicieron, esqueléticos y a duras penas, meses después. Su principal logro fue, sin duda, el de abrir las mentes de su contemporáneos, menguar su miedo a lo desconocido y demostrar que la Tierra era esférica y sus dimensiones mensurables.

El afán por ceñir el globo terráqueo impulsó en las décadas siguientes a otros pioneros de indudable mérito, como los españoles García Jofré de Loaísa o Martín Ignacio de Loyola, el holandés Jacob Le Maire o los ingleses Francis Drake y Thomas Cavendish. Las travesías de todos ellos compartieron con la inaugural varias características. Fueron circunnavegaciones, es decir, travesías en barco que sólo tocaban tierra para avituallarse, comerciar o buscar refugio. Y todos avanzaron en dirección Oeste, hacia el Ocaso, en oposición al movimiento de rotación terrestre.

El primer ser humano del que se tiene noticia en circundar el planeta en sentido inverso al habitual, de Oeste a Este, siempre al encuentro del sol, fue aragonés y se llamó Pedro Cubero Sebastián. Su prodigioso periplo, cuya crónica plasmó en un extraordinario libro al igual que Marco Polo, tiene algunas particularidades que lo hacen todavía más excepcional. Viajó solo o con ocasionales compañeros, recorrió territorios hasta entonces herméticos, como Rusia o Persia, y como su fin último era el de difundir el catolicismo, siempre que le fue posible hizo el trayecto por tierra (a pie, en carro, a lomos de caballerías, en camello, en trineo, etc.) o surcó en barcazas los cursos fluviales. La empresa le ocupó nueve años de su vida, entre 1670 y 1679, bastante más tiempo que a Phileas Fogg quien, apurado por una apuesta, completaría en sólo 80 días un itinerario análogo.

Pedro Cubero había nacido en El Frasno, en la comarca de Calatayud, en 1645. Estudió Gramática y Filosofía en Zaragoza y cursó Teología y Jurisprudencia en Salamanca. Una vez concluida su formación, fue ordenado sacerdote y nombrado canónigo doctoral en Tarazona. Sin embargo, su afán de aventuras y su celo misionero pronto le movieron a abandonar ese cómodo “encierro” y dedicar su vida a la evangelización. Con dicho propósito, decidió marchar a Roma y obtener el título de predicador apostólico que concedía la Congregación para la Propaganda de la Fe, fundada en 1622 por el papa Gregorio XV para difundir el catolicismo y regular los asuntos eclesiásticos en regiones de herejes o idólatras.

Tras visitar al Santo Cristo de Calatorao, comenzó su aventura en Zaragoza, “cabeza de siete reinos por serlo del de Aragón”. La primera ciudad, “una de las más hermosas de Europa”, de las muchas que describirá con todo detalle.

En lugar de seguir la ruta más corta hacia Roma, su inagotable curiosidad le condujo primero a París, donde se entrevistó con Luis XIV, a Lion, la ciudad de los libreros, y a Ginebra, refugio de malvados calvinistas. A continuación, atravesó los Alpes y el Norte de Italia (se maravilló en Florencia y Siena) y por fin llegó a la Ciudad Eterna. Allí obtuvo de Clemente X la autorización para predicar en Asia y las Indias Orientales, y en seguida se puso en camino, pertrechado con su báculo y su breviario.

No se dirigió directamente a su destino, pues visitó antes Venecia, Austria y Hungría. Descendió luego por el Danubio y se adentró en el Imperio Otomano hasta Estambul. Sus prejuicios antes de entrar en la ciudad (“los turcos no son inclinados a las artes liberales ni a la arquitectura”) quedaron borrados de golpe al contemplar atónito la suntuosidad de sus palacios y mezquitas.

Se desvió luego hacia el Norte. Abandonó los dominios del turco y cruzó Transilvania, Silesia y Polonia, donde asistió a la entronización de Juan III Sobieski (quien unos años más tarde salvaría el imperio de los Habsburgo con una temeraria carga de caballería al frente de los legendarios húsares alados que desbarató el ejército otomano cuando sitiaba Viena). Este monarca  le facilitó su viaje a través del gran ducado de Lituania, que en aquel tiempo se extendía hasta Ucrania. Además, le dio cartas de presentación para el zar de Rusia y el sha de Persia.

En pleno invierno y en trineo, pues en otoño el barro impedía circular por los escasos caminos existentes, hizo su entrada en Moscú. Alejo I, que regía un reino pobre, aislado y atrasado (sería su hijo Pedro I el Grande quien lo abriría al mundo y modernizaría), le permitió ejercer su ministerio en un barrio menor, a las afueras de la ciudad, durante una temporada. Al terminar su labor, bajó por el Volga, el río más caudaloso y grande de Europa, hasta el mar Caspio. Pero antes pasó por Astracán, ciudad célebre por sus pieles de cordero, donde probó el caviar y erigió un oratorio dedicado a la Virgen del Pilar en un suburbio habitado por mercaderes extranjeros.

Superada la singladura por el Caspio, entró en Persia, donde reinaba un soberano de la dinastía safávida, Suleimán I. Su capacidad de asombro se puso de nuevo a prueba en Qazvín, Isfahán y ante las ruinas de Persépolis. Logró alcanzar las costas del golfo Pérsico y allí se embarcó hacia la India: “Di infinitas gracias a Dios, porque hacía cerca de dos años que caminaba por tierra [...] con que ya deseaba entrar en el mar”.

Por fin en Asia, predicó en varias factorías de la costa hindú regentadas por portugueses, ingleses u holandeses, muchas veces a escondidas. En Goa veneró el cuerpo de San Francisco Javier y fue obsequiado con una reliquia ex visceribus eius (tantas reliquias del santo se repartieron que finalmente su cadáver desapareció, esparcido en trocitos). Recorrió Ceilán, un paraíso en la Tierra, las islas Maldivas y la costa del golfo de Bengala.

Malasia e Indonesia fueron las últimas etapas de su odisea antes de entrar en territorio español, las islas Filipinas. Como había hecho desde Rusia, intentó dar el salto a China, pero parece ser que no le fue permitido. Ya de vuelta, abordó el mítico galeón de Manila, que comunicaba el archipiélago asiático con Acapulco. De los más de cuatrocientos viajeros que lo acompañaban, sólo 192 llegaron a tierras mejicanas. La mayoría murió de escorbuto.

Franqueó Méjico a pie, de costa a costa, sin olvidar nunca su misión apostólica, y en Veracruz se hizo a la mar rumbo a España. Tras hacer escala en La Habana, pisó de nuevo suelo peninsular y aún llegó a tiempo para ver la entrada en Madrid de María Luisa de Orleáns, en enero de 1680, que relató minuciosamente.

Su libro, Peregrinación del mundo, conoció tres ediciones en vida del autor, hechas en Madrid (1680), Nápoles (1682) y Zaragoza (1688). En él dejó testimonio de todo lo vivido, así como de lugares absolutamente desconocidos en Europa: “no hay más vestigios que lo que yo escribo, como testigo de vista, pues todo lo vi por mis ojos y lo toqué y si hubiera otra cosa también la escribiera porque me precio mucho de escribir la verdad”, e intentó, en la medida de lo posible, ser preciso: “si acaso hubiere algún yerro, no fue culpa mía sino del intérprete”, llega a decir.

Por sus páginas desfilan lugares fascinantes, colmados de peligros (espesos bosques, estepas heladas, desiertos, inhóspitas selvas, altas cumbres, barrancos, ríos y mares), que sirven de escenario a fabulosos episodios. Nuestro protagonista a punto estuvo de morir en Silesia a causa de unas fiebres, conoció terribles tempestades en el mar Caspio y las costas filipinas, se vio involucrado en combates navales en el golfo Pérsico, atacado por piratas en el Índico y por nativos en Malasia. Fue encarcelado por el gobernador holandés de Malaca y vendido como esclavo por bandidos en las islas Maldivas (su dueña, descendiente de un portugués, lo liberó por ser de Aragón, dada su veneración por Santa Isabel de Portugal). Aun en territorio “amigo”, vivió peripecias sin cuento, ya que sobrevivió a un devastador terremoto en Manila y poco después vio cómo un cocodrilo atrapaba a un niño asomado en una canoa para devorarlo.

Siempre estuvo abierto a asumir con cierta naturalidad cosas ajenas a su cultura. En Polonia vio a la “gran bestia”, probablemente uno de los últimos ejemplares vivos de uro. En Persia, por ejemplo, comió langostas y saltamontes fritos, y no le disgustaron. Pero en la India, donde le pasmó la inteligencia de los elefantes, contempló con estupor a los brahmanes, “unos con el brazo levantado continuamente, que ya casi lo tienen seco; otros con las uñas tan grandes que algunas de ellas son de más de medio palmo; otros cargados de cilicios su cuerpo; otros continuamente echados en el suelo, sin levantarse toda su vida...”, y cómo las viudas se inmolaban voluntariamente en la hoguera en la que se incineraba el cadáver del marido.

Por lo general, mantuvo la ecuanimidad: “Eso lo digo para que no tengamos en Europa por bárbaros a los asiáticos, pues puedo asegurar que dejando aparte el engaño en que viven, tocante a la religión, en lo demás son muy sagaces”. Su espíritu crítico, como no podía ser de otra manera, sólo se exacerbaba en temas religiosos. Sentía una profunda aversión por las doctrinas islámicas y el credo protestante, pero no así por los ortodoxos, casi hermanos: “ellos nos tienen a nosotros por lo que ellos son. Esto es, por cismáticos”.

Su apostolado no consistió tanto en ganar nuevos adeptos para el catolicismo como en dar asistencia con misas, bautizos y confesiones a creyentes de lugares remotos (algunas de las confesiones las hizo ¡con intérprete! y varios de los fieles atendidos llevaban más de tres décadas sin ver a un sacerdote).

Poco después de su regreso, viajó a Roma para informar al papa Inocencio XI de su misión. Y hay noticia de que no tardó en volver a los caminos, en tareas pastorales o diplomáticas. Ejerció como confesor apostólico en los ejércitos imperiales que luchaban contra los turcos en Hungría, visitó el Norte de África y, en 1681, asistió a la ceremonia de colocación de la primera piedra de las obras del Pilar. Posteriormente se le puede seguir la pista de nuevo en Estambul, Nápoles, Flandes, Inglaterra, Cataluña, Madrid, Valencia, Ceuta y Cádiz.

De algunas de sus aventuras dejó constancia en una segunda publicación, que dedicó a Pedro Calderón de la Barca: Segunda Peregrinación, donde se refieren los sucesos más memorables, así de las guerras de Hungría en el asedio de Buda, batalla de Arsan y otras, como de los últimos tumultos de Inglaterra, deposición del rey Jacobo e introducción del príncipe Guillelmo de Nassao, hasta llegar a la ciudad de Valencia (Valencia, 1697). Ese mismo año y también en la ciudad del Turia salió a la venta con su firma: Descripcion general del mundo y notables sucessos que han sucedido en el: con la armonía de sus tiempos, ritos, ceremonias, costumbres y trages de sus naciones y varones ilustres que en el ha avido.

La Biblioteca Nacional, además, guarda en sus archivos otra obra suya que carece de fecha y lugar de impresión: Porfiado sitio de Mequines adusto sobre la plaza de Ceuta: valor incontrastable con que se han portado las armas catolicas: notables acontecimientos que ha avido en el y un libro resumen aparecido en Cádiz en 1700: Epitome de los arduos viages que ha hecho el doctor don... en las quatro partes del mundo: Asia, Africa, America y Europa, con las cosas mas memorables que ha podido adquirir; así como un manuscrito que no llegó a la imprenta: Vida, crueldades y tiranías de Muley Ismael, emperador de Marruecos y rey de Mequínez, dedicado a Alonso Pachecho, caballero toledano de la orden de Alcántara y mayordomo de la reina viuda Mariana de Austria.

Este singular trotamundos aragonés es probable que falleciera en fechas cercanas a la edición de su segundo libro y, a pesar de sus hazañas, pronto pasó a sumergirse en las aguas del olvido en compañía de otros insignes viajeros y exploradores de la época, como Juan Pobre de Zamora o Pedro Ordóñez de Cevallos.

Para saber más
-Cubero Sebastián, Pedro: Peregrinación del mundo, Madrid, Miraguano Editores-Ediciones Polifemo, 1993.
-Serrano, José María: El insólito viaje de Pedro Cubero alrededor del mundo, Zaragoza, Mira, 1996.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Marcelino Orbés, el cómico más famoso del mundo

Una mañana de noviembre de 1927 Essie Goodman, una criada negra de un modesto hotel de Manhattan, entró a limpiar la habitación de uno de los huéspedes. Encontró a éste arrodillado frente a la cama, de espaldas, y salió sin hacer ruido, pues creyó que rezaba. Unas horas más tarde regresó, lo vio en la misma postura y se fijó mejor. Sobre la colcha, un confuso conjunto de trajes y fotos de payasos enmarcaba una gran mancha de sangre. Ese taciturno tipo con acento de cockney londinense se había pegado un tiro en la cabeza. El policía que acudió a la llamada se quedó un momento mirándolo y preguntó su identidad. Quince años antes no hubiese sido necesario. Todo Nueva York lo conocía. Su cara y su nombre destacaban omnipresentes en multitud de letreros luminosos, carteles callejeros, periódicos, revistas y hasta protagonizaban tebeos que devoraban con los ojos los niños. El muerto era Marceline, el cómico más famoso del mundo.

Hace algunas fechas varios artículos, en particular del periodista del Heraldo de Aragón Mariano García, así como un cortometraje documental, resucitaron el recuerdo de ese legendario actor burlesco, que marcó a toda una generación, la más brillante de la escena cómica. Buster Keaton llegó a decir de él: “es el payaso más grande que nunca vi”. Pero en quien más influyó, seguramente, fue en Charles Chaplin, que modeló un personaje universal, Charlot, que compartía con Marceline algo más que los zapatones, el pantalón ancho, el sombrero y el bastón. De niño lo vio actuar en Londres y se las arregló para intervenir en uno de sus números, disfrazado de gato. En 1918, ya célebre, Chaplin viajó a Los Ángeles para ver a su ídolo, que trabajaba en el circo Ringling Brothers, pero de su gloria y oropeles nada quedaba. Marceline, que renegaba del calificativo de payaso, era sólo eso, un payaso del montón, uno más de los que corrían sin ton ni son por la pista, al igual que pollos sin cabeza, como telón de fondo a la actuación principal. Lo fue a saludar a los camerinos, pero Marceline, ensimismado, no lo reconoció y lo trató con frialdad. En su funeral, costeado por el sindicato de actores, llamaría poderosamente la atención una gran corona de flores con el nombre de Charles Chaplin.


A pesar de que tejió un tupido velo de fábulas para revestir su humilde origen (durante un tiempo se pensó que era francés o inglés), hoy se sabe que tras la cara pintada de Marceline se ocultaba Isidro Marcelino Orbés Casanova, nacido en Jaca, en mayo de 1873. Hijo de un peón caminero analfabeto, durante su infancia pasó largas temporadas en Zaragoza, ciudad de donde procedía su familia paterna. Fue seguramente en la capital aragonesa donde entró en contacto con la vida circense. Muy joven, se enroló en el circo Alegría como acróbata. De las giras por España pasó a recorrer Europa y una de sus actuaciones fue vista por un ojeador del británico circo Hengler, que no tuvo que hablar mucho para convencerle de que haría carrera al otro lado del canal de la Mancha.

Parece ser que varios accidentes como volatinero terminaron por encaminar definitivamente su quehacer cotidiano hacia la actuación cómica. Y en poco tiempo se hizo muy popular en Londres. Entre 1900 y 1905 fue considerado una de las atracciones más sugerentes de la capital inglesa y hasta el rey Eduardo VII fue a ver su espectáculo. Llegó a compartir cartel con los hermanos Fratellini, clowns adorados en toda Europa, con la mítica bailarina Anna Pavlova y hasta con el mismísimo Houdini. Sus pantomimas mudas eran ensalzadas y su éxito corría de boca en boca. En una de ellas, como recordaba con arrobo Chaplin, la arena del circo se inundaba de agua y decenas de chicas se sumergían en ella. El cómico jacetano, sentado en un taburete, las iba pescando con una caña en cuyo anzuelo colocaba falsas joyas.

Su fama atravesó océanos y en 1905 abandonó Londres para desesperación de sus admiradores británicos, al ser llamado por el recién construido Hipodromme de Nueva York. Con aforo para más de 5.000 espectadores, se había convertido en el mayor coliseo, con mucha diferencia, de Broadway, la meca del espectáculo. Una carpa gigantesca, con capacidad para albergar un tanque de agua de cristal adornado con una cascada, era iluminada por más de 25.000 bombillas. Ese teatro, el más grande y caro del mundo, una moderna maravilla arquitectónica, necesitaba al artista más cotizado del momento para su puesta en marcha. Y ese era Marceline, quien a su llegada firmó un contrato estelar: mil dólares semanales por tiempo indefinido.

Su triunfo fue delirante. Durante nueve temporadas seguidas, “el hombre más divertido de la tierra”, como anunciaba The New York Times, fue el indiscutible cabeza de cartel. Su simple aparición en escena ya provocaba las primeras risas. Un crítico escribió: “parte de su atractivo reside en su expresión de desconcierto, como si la vida lo dejara siempre perplejo”. Su personaje, tan bien intencionado como torpe, arrancaba estruendosas carcajadas cada vez que intentaba ayudar a alguien, enlazando chaplinescos tropezones y enredos hasta la catástrofe final.

Solo o en compañía de otro cómico de leyenda, Frank “Mechas” Oakley, quien también se suicidaría, en su caso por un desengaño amoroso, protagonizó paródicas aventuras en la selva, combates de boxeo, ataques de indios a diligencias, partidos de béisbol, regatas, terremotos, vuelos en dirigible, etc. Marceline era tan admirado que la Winthrop Moving Picture filmó una actuación suya en 1907 de la que sólo se conservan unos pocos segundos, como una de las grandes joyas del celuloide, en la Librería del Congreso de los Estados Unidos.

Sin embargo, a finales de la década el Hippodrome comenzó a languidecer. Las magnas producciones resultaban muy caras y los gustos evolucionaban rápidamente. La imparable expansión del cine le dio la puntilla. No tardó mucho en cambiar de dueños y de política. Marceline intentó entonces montar su propio espectáculo, pero fracasó. Invirtió en inmuebles y puso en funcionamiento dos restaurantes. Volvió a fracasar. Su divorcio le puso la guinda al pastel.

No le quedó otro remedio que volver a los escenarios, en papeles secundarios, en diferentes compañías que recorrían el país. Más tarde, actuó en pequeñas salas de fiestas y bares. Al final, ni siquiera eso.

Aun cuando las apoteósicas ovaciones recibidas quedaban ya muy lejos, su muerte no pasó desapercibida. The New York Times y The Washington Post llevaron el suceso a sus portadas y la revista Time le brindó una extensa crónica. Esas fueron las últimas páginas que se le dedicaron en exclusiva a Marceline, el sin par aragonés, hasta su efímera “resurrección”, hace sólo unos años.

Su tumba se puede visitar en el cementerio de artistas de Kensico, a una hora en coche de Manhattan, si no hay mucho tráfico. Junto a él descansan en paz otras personalidades de renombre, como el músico ruso Serguei Rajmáninov, los actores Danny Kaye y Anne Bancroft, o el padre de Robert de Niro, reputado pintor expresionista abstracto. En 2011 una colección de grabados de Julio Zachrisson, panameño afincado en España, le rindió homenaje en Fuendetodos.

Para saber más
-Chaplin, Charles: Mi autobiografía, Madrid, Debate, 1993.
-Clarke, Norman: The mighty Hippodrome, Nueva York, AS Barnes and Co., 1968.
-García, Mariano: Marcelino. El mejor payaso del mundo, Zaragoza, Mira, 2017.
-Sweeney, Kevin W.: Buster Keaton: interwiews, Jackson, University Press of Mississippi, 2007.

viernes, 20 de septiembre de 2013

Antonio Gavín y sus terroríficos cuentos

¿Quién fue el escritor español más leído fuera de nuestro país en los siglos XVIII y XIX después de Cervantes? ¿Algún clásico del Siglo de Oro como Mateo Alemán, Lope de Vega, Calderón, Quevedo o Góngora? ¿O bien un autor del momento: un intelectual de la talla de Jovellanos o los fabulistas Iriarte y Samaniego?

Pues bien, aunque no aparezca en ningún manual de Literatura, que, como muchas otras cosas, habría que revisar en profundidad para ser justos, el escritor español que más ediciones conoció de su obra en el mundo anglosajón durante los siglos XVIII y XIX, quince, sólo por detrás del Quijote y al mismo nivel que La Celestina, fue un aragonés hoy olvidado llamado Antonio Gavín. Su vida se nos revela como una novela de aventuras y la trascendencia de sus escritos, tanto literarios como políticos, de mucho más alcance del que se pueda sospechar.

Nació en Zaragoza, en 1682, en una familia acomodada. Estudió en los jesuitas de la capital del Ebro y, después, cursó Teología en la Universidad cesaraugustana. En 1705 fue ordenado sacerdote y pasó a ejercer de confesor en la catedral de la Seo (fuente de inspiración para numerosas tramas de sus narraciones). Fue admitido como miembro en la Academia de Teología Moral de la Santísima Trinidad de Zaragoza y asistió a varios juicios de la Inquisición.

En ese tiempo, la ciudad, como el resto del país, se veía azotada y dividida por la Guerra de Sucesión, que enfrentaba a muerte a los partidarios de dos pretendientes al trono de España, Felipe de Borbón, nieto del rey francés Luis XIV, y el archiduque Carlos de Austria. El alto clero aragonés y la Inquisición se pusieron del lado del Borbón, mientras que el bajo clero dio su apoyo al bando austracista.

Probablemente emparentado con uno de los últimos Justicias de Aragón, también llamado Antonio Gavín, que penaría hasta la muerte en una prisión borbónica, nuestro autor engrosó las filas de los incondicionales del archiduque y en 1711, cuando vio la causa perdida, huyó de Zaragoza. Disfrazado de militar, se adentró en Francia hasta alcanzar París. Allí se logró entrevistar con el confesor de Luis XIV, al que expuso una historia inventada. Pero éste, receloso, le negó el pasaporte para viajar a Inglaterra. Volvió a cruzar la frontera y en San Sebastián embaucó a un sacerdote jesuita que le ayudó a buscar amparo en Portugal, donde coincidió con James Stanhope, militar inglés de alto rango a quien conocía de su estancia en la capital aragonesa durante la guerra. Stanhope le facilitó el viaje a Inglaterra y le proporcionó cartas de presentación. Así, en 1714, tres años después de su fuga, por fin pudo poner los pies en suelo británico.

Pronto abrazó de corazón el protestantismo, complacido por la austeridad de su puesta en escena y el rigor de sus lecturas bíblicas. Gracias a la intercesión del obispo de Londres, se inició como pastor anglicano, primero en castellano, para inmigrantes y exiliados, y, más tarde, en inglés. Ocupó temporalmente el cargo de capellán en el navío real Preston y en 1720, en busca de mejorar su situación económica, muy marchita, se afincó en Irlanda. Tras unos años de denodados esfuerzos por combatir el catolicismo imperante en la isla, retomó su carrera como capellán castrense. Se sabe de su estancia en Gibraltar, donde sus encontronazos con el gobernador del peñón, el general Sabine, le empujaron a abandonar la milicia en 1734 y a solicitar su traslado a las colonias inglesas de América.

Una vez instalado, predicó en varias parroquias de Virginia, pero su temperamento y sus arraigadas convicciones pusieron trabas a su labor. Siempre a contracorriente, en ninguna aguantaba mucho tiempo a causa, principalmente, de su pionera, belicosa y tenaz postura en contra de la esclavitud.

Falleció en septiembre de 1750 y en sus últimas voluntades dejó dispuesto su sobrio funeral, aun cuando su fama comenzaba a extenderse a causa de las sucesivas ediciones de su libro A Master-Key to Popery (La llave maestra del papado), que también fue conocido como The great red dragon (El gran dragón rojo). Escrito durante su estancia en Irlanda, había sido editado en inglés por primera vez en 1724, en tres tomos, y no tardó en ser vertido al francés (Le passe par-tout de l’Eglise romaine), alemán y holandés. La publicación está compuesta por una amalgama de textos heterogéneos cuyo fin último es denunciar la corrupción y depravación de la Iglesia Católica. Ensayos doctrinales, bien sean de creación personal o bien extraídos de otros autores, en especial del extremeño Cipriano de Valera, que en el siglo XVI también se vio seducido por la Reforma, se hermanan con ejemplos de comportamientos innobles de autoridades eclesiásticas y ficciones literarias. Estas últimas, aderezadas con experiencias propias, más o menos fidedignas y cuyo escenario es la Zaragoza de la Guerra de Sucesión, son lo más llamativo del conjunto.

Por diferentes cuentos o novelitas breves desfilan toda una suerte de clérigos, inquisidores y aristócratas perversos, codiciosos y concupiscentes que abusan de su poder para seducir a jóvenes incautas a las que muchas veces, ya despojadas de honra y fortuna, no dudan en asesinar. La mayoría de los malvados sale indemne de sus tropelías y, además, asciende en la escala social.

Esas descarnadas narraciones de terror pasaron y pasan desapercibidas en España. Sólo contados eruditos enciclopédicos, como Menéndez Pelayo, o residentes durante décadas en Estados Unidos, como Ramón J. Sender, las han tenido en alguna consideración. El primero, en su Historia de los heterodoxos españoles, las tilda de “lubricidad monstruosa y desenfrenada” y celebra que nadie sepa de su existencia a este lado de los Pirineos. El segundo, tradujo e incorporó a su novela Carolus rex, “olvidando” citar la fuente, una de las historias breves de Gavín protagonizada por una joven rescatada por los franceses de las cárceles inquisitoriales de la Aljafería.

Por el contrario, la morbosa mezcla de sexo y sangre, tan del agrado del público local no sólo de entonces sino también de ahora, y que reafirmaba la primacía moral protestante sobre los papistas, gentes sin escrúpulos y suma de todos los vicios, tuvo un enorme eco en el mundo anglosajón. Su ascendente sobre la llamada literatura gótica es palpable, en particular sobre su obra cumbre, El monje (1795), de Matthew Gregory Lewis, con ambientación y personajes españoles, y que inspiró un guión a Luis Buñuel que no pudo rodar por falta de fondos. Y subyace también en multitud de relatos de escritores románticos posteriores y de clásicos del terror como Edgar Allan Poe.

Pero el gran influjo del aragonés al otro lado del Atlántico quizá no haya que buscarlo sólo en el terreno literario. Antonio Gavín manifestó por escrito su admiración por el imperio de la ley de que gozaban los ingleses frente a los atropellos de los poderosos, tanto en la metrópoli como en las colonias. Tras su muerte, sus papeles y su biblioteca, a través de su viuda Rachel, fueron a parar a manos del virginiano Thomas Jefferson, autor del Estatuto para la Libertad Religiosa de Virginia, así como uno de los padres de la Declaración de Independencia de los EE.UU. y su tercer presidente.

Y no es descabellado pensar que no sería el único en quien dejarían una profunda impronta. En la Convención de Filadelfia, reunida en 1787 para dotar de una Constitución al recién nacido país, se citaron las leyes forales de Aragón como modelo de protección de las libertades individuales. John Dickinson, uno de los redactores del texto definitivo, alabó de forma expresa la institución del Justicia de Aragón, un ejemplo que imitar por resultar un poder moderador del soberano, garante de su legitimidad y fuente de legislación.

No hay que olvidar que Gavín estuvo seguramente emparentado con uno de esos últimos Justicias y se opuso con denuedo a la llegada de los Borbones que, tras hacerse con el poder, promulgarían los Decretos de Nueva Planta. Éstos suprimieron definitivamente dicha figura jurídica (muy maltrecha tras el mazazo recibido por parte de Felipe II), junto con centenarios códigos legislativos que atemperaban la autoridad del monarca en los territorios de la Corona de Aragón y le obligaban a cumplir lo pactado.

Para saber más
-Barreiro, Javier: Galería del olvido, Zaragoza, Cremallo Ediciones, 2001.
-Gavín, Antonio: Compendio del origen y abusos de la Inquisición en Zaragoza. Escritos en inglés por D. Antonio Gavin, sacerdote español, y después Ministro de la Iglesia protestante en Inglaterra. Traducido al castellano por D. Ricardo Baxter. Buenos Aires, Imp. del Estado, 1826.
-Gavín, Antonio: El antipapismo de un aragonés anglicano en la Inglaterra del siglo XVIII. Claves de la corrupción moral de la Iglesia Católica (ed. Genaro Lamarca). Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2008.
-Gavín, Antonio: El licenciado Lucindo o El cura canalla (ed. Genaro Lamarca). Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2011.
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